OPINION

 

EL FUERTE ES DE TODOS

María Jesús Alvarado (Suerte Mulana)

( >> Photos y accion)

El hasta entonces infranqueable Sáhara Occidental abrió una pequeña puerta a nuestro mundo cuando, en diciembre de 1884, Bonelli establece en Río de Oro la factoría de Villa Cisneros, casi simultáneamente con las de Medina Gatell (Cabo Blanco) y Puerto Badía (Bahía de Cintra).

Desde entonces, el fuerte de Villa Cisneros, como se le llamó siempre, ha sido testigo de la evolución histórica del Sáhara Occidental y de las miles de pequeñas historias de otras tantas personas de diferentes culturas _saharaui, española y marroquí_ que a lo largo de los últimos 120 años han alimentado sus sueños a la sombra protectora de sus muros blancos.

El fuerte de Villa Cisneros es el símbolo del fin de una época del Sáhara y el inicio de otra. Para los tres pueblos que lo han habitado, su presencia simboliza modernidad y tradición a la vez. Modernidad, en cuanto significó el cambio de un tipo de vida nómada a otro sedentario; de rivalidades y escaramuzas tribales a la convivencia pacífica con otros pueblos; del misterio de lo desconocido allende las arenas a la calidez del amigo hospitalario… Tradición, porque su presencia, su conservación, es señal de respeto al pasado, a los orígenes, riqueza y patrimonio de un pueblo; porque no podemos olvidar que un pueblo no es nada sin su pasado.

Especialmente en aquellos años 50 y 60, en que Villa Cisneros apenas existía aún como pueblo, el fuerte era nuestra segunda casa. En su pequeña escuela aprendimos a leer y escribir en español y en su inmenso patio central, a jugar en hasanía. El fuerte era todo lo tangible, a su alrededor, la inmensidad. Y aún cuando el pueblo creció, y hubo calles asfaltadas, y coches, y hasta un parque, aún entonces, nadie que haya vivido o pasado por Villa Cisneros, podría concebir la vida allí sin la visión omnipresente del fuerte.

Por eso no salgo de mi estupor ante la noticia sobrecogedora de que se ha iniciado la destrucción del fuerte de Villa Cisneros. Es como echar abajo la mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada, con el pretexto de modernizar la ciudad; un atentado a la cordura y a la sensibilidad de cualquiera que sepa valorar el papel decisivo de la historia en el futuro de los pueblos.

¿Qué pretende ser la bulliciosa Dajla? Esa nueva ciudad, con nuevo nombre y nuevos habitantes, si quiere sentirse orgullosa de sí misma, no puede ser desprovista de su pasado. No se es saharaui por vivir en el Sáhara, sino por amar al Sáhara. Y no se ama lo que no se conoce. Para ser saharaui hay que conocer y amar su historia. Y en la historia reciente de Dajla, le pese a quien le pese, está Villa Cisneros y, por tanto, el fuerte.

Si no es ya demasiado tarde, los gobernantes marroquíes de la nueva Dajla, deben demostrar que tienen la suficiente sensibilidad e inteligencia como para detener esta barbaridad y, por el contrario, invertir dinero y esfuerzos en restaurar este importante enclave histórico, referente universal de una época y de un nuevo conocimiento de África en general y del Sáhara en particular.

Dajla sin el fuerte no es nada más que un montón de casas construídas sin control y unos miles de personas desarraigadas de su pasado marroquí a las que se les roba la posibilidad de un presente saharaui, en busca de un futuro imposible. Gentes a las que da igual haber abandonado su lugar de origen para sacar peces en Río de Oro, que para buscar diamantes en Sudáfrica.

Hay un proverbio saharaui que dice: "Cada gacela es para su madre la mejor"... Con la demolición del fuerte de Villa Cisneros, los responsables marroquíes no han sabido disimular su desapego a una tierra y a una historia que es patrimonio de todos los que amamos el Sáhara, de todos los que aman la cultura y el pasado de los pueblos, sean cuales sean. Si no evitan este tremendo atentado, habrán hecho obvio que las gacelas que corren por el Sáhara no les pertenecen, ni les pertenecerán nunca…

Las Palmas de Gran Canaria, 6 de julio de 2004.

Villa Cisneros

Como una mora feliz,
la ría se tiende en la arena
con su melfa azul.

La cabeza apoyada en el istmo,
escuchando latir el pasado;
los pies en el faro,
en mar abierto, -¡Atlántico!-
oleaje de mundos lejanos.

Y bajo el cielo claro de diciembre
se levanta el fuerte,
vigía de este pueblo blanco
donde la casa se comparte
con el viento cálido
y la vida toda es una fiesta
de peces de colores y tambores
salados a la puesta de sol.

Cielo, arena y mar;
perfume de salitre, incienso y flores.
Todas las voces del mundo
construyen su silencio,
y el desierto se alarga hasta la orilla
para que beduinos y sirenas se enamoren.

Mª Jesús Alvarado

 


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